Iba a decir "era", pero todavía es. Un amigo, un gran amigo. Fue mi jefe durante años y de su mano tuve grandes oportunidades que aproveché. Un gran profesional.
Estos empresarios españoles de pacotilla, más pendientes de intrigas y soplapolleces, que del trabajo bien hecho y de los que no van a chupársela; le segaron la hierba bajo los pies. Ya tenía el mundo medio armado. Los hijos independientes, la casa pagada... Y tenía edad para disfrutar de lo lindo, pero no, se empeñó en seguir currando y lo hizo por su cuenta, atesorando más pelas y pagando un gran tributo por ellas.
Cuando llegó la edad del retiro oficial, ya estaba hecho mierda. No llegó a disfrutar. Hoy es un ser cautivo de esa enfermedad con nombre alemán -por su autor, declaro-, que lo ha esclavizado a una silla de ruedas para siempre jamás.
Igual habría pasado, pero a mí me gusta imputárselo a esos mierdas que piensan que ser empresario es llenarse los bolsillos a costa de la sangre, el sudor y las lágrimas de sus trabajadores. Que no invierten un puto duro (me gusta el término), en mejorar las condiciones de trabajo y en el crecimiento de la actividad. Ellos quieren la pela ya, que para eso se han puesto un gran despacho desde el que mirar cómo lo hacen los demás.
Porque si no hubiera pasado ese calvario que representa verte en la calle por intrigas y no por tu labor, igual no estaría como está.
Es un tributo. Mi agradecimiento por su generosidad y su cariño, por los míos. Por si el lunes, cuando se lo diga cara a cara, no me oye o no me entiende, o no quiere ni oírme ni entenderme.
Gracias, jefe.